Por Erika Valdivieso
Hace unos días, el Tribunal Constitucional (TC) resolvió el caso presentado por el ciudadano Oscar Ugarteche, mediante el cual solicitaba el reconocimiento de su “matrimonio” con su pareja, celebrado en México, a fin que en el Perú, se reconocieran los mismos efectos. Con el voto de cuatro magistrados, frente a tres, el TC desestimó la demanda.
Este fallo –como era de esperarse– ha generado gran indignación de un sector de la ciudadanía que, bajo los argumentos de “intolerancia religiosa” y “discriminación”, vienen cuestionando una sentencia que, hasta la fecha, ni siquiera se ha publicado. Los argumentos para cuestionar el fallo del TC apelan a un atentado contra el principio de igualdad ante la ley, a que todos tienen derecho a amar (y por lo tanto a casarse) y que, en la medida que somos un Estado laico, no pueden imponerse “ideas religiosas” para tomar decisiones jurídicas.
Sin embargo, sin perjuicio de intuir lo que ha podido señalar el TC en su sentencia, consideramos que reducir el debate solo a un tema de discriminación o intolerancia nos aleja del verdadero punto de discusión: ¿el contenido del matrimonio puede ser modificado por un juez o por el legislador? Porque finalmente esto es lo que se quiere: que el matrimonio –unión estable entre un hombre y una mujer– cambie su contenido legislativo, a fin de que pueda ser contraído por personas del mismo sexo.
Quienes pretenden responder afirmativamente a esta pregunta (y que a la fecha critican el fallo del TC), consideran que el matrimonio solo es una construcción cultural. Esto significa que su contenido y fines dependen del contexto, del vaivén de las circunstancias, de las voluntades subjetivas de los contrayentes y de los criterios subjetivos que la mayoría –o la minoría– determinen. Así, el matrimonio solo tendrá la relevancia y significado que el legislador le quiera otorgar. Por otro lado, quienes se oponen a una modificación arbitraria del contenido del matrimonio, consideran que, en realidad, se trata de una institución natural, y por ello, antecede a cualquier norma positiva. El legislador no lo crea ni mucho menos le otorga su contenido y fines. Existe, y la norma lo regula (le otorga garantías y determina sus efectos) porque tiene relevancia jurídica.
Ante esto, ¿cuál es la postura que nos corresponde asumir? Debemos tener en cuenta que la premisa sobre la que se estructura la regulación jurídica del matrimonio en el Perú, es que se trata de una institución natural. Así lo expresa el texto del Art. 4° de la Constitución Política, que reconoce al matrimonio y la familia como institutos naturales y fundamentales de la sociedad. Eso significa, por un lado, que queda a cargo del Estado, tanto la responsabilidad de una regulación efectiva, como el impedimento de incorporar en el ordenamiento jurídico construcciones que lo desnaturalicen, y por otro, que cualquier modificación del matrimonio produciría cambios en el tejido social.
El matrimonio no podría ser una institución exclusivamente cultural, en tanto que se vincula con la naturaleza humana. No es casualidad que todas las culturas y sociedades a lo largo de la historia hayan configurado alguna forma estable de unión entre varón y mujer reconocida social y jurídicamente. El matrimonio es expresión del carácter social del hombre y de la complementariedad de los sexos y “constituye la unión más íntima de cuantas emprenden un hombre y una mujer con vistas a perpetuar la especie y en garantía de la mejor formación de las nuevas criaturas”(1). Por ello, el matrimonio tiene como fin natural el bien de los cónyuges (a través de un proyecto de vida común) y la procreación, cuidado y educación de los hijos.
De estos fines se derivan sus propiedades –que poseen las mismas características de universalidad e inmutabilidad de la naturaleza humana–, que no pueden ser otras que la unidad, la indisolubilidad y la complementariedad sexual: un proyecto de vida común, estable y heterosexual. Son propiedades necesarias e indisponibles, lo que significa que, no pueden faltar ni ser modificadas. Quienes deciden en libertad asumir el matrimonio, lo harán con las condiciones planteadas, con la aceptación de su contenido, propiedades y efectos. Es en esta unión estable, protegida jurídicamente, sobre la que se erige la familia.
De lo dicho hasta aquí, podemos deducir dos cuestiones, la primera es que la heterosexualidad sería esa realidad biológica, física o anatómica en que se plasma la diversidad y complementariedad de sexos, sin esta nota, es imposible que el matrimonio cumpla sus fines. La segunda es que el reconocimiento jurídico del matrimonio, no se sustenta en los afectos. El derecho regula el matrimonio (como institución), no porque las personas “tengan derecho a amar”, sino porque el matrimonio es la base de la familia y ésta es la célula de la sociedad.
Así, “el legislador no toma en cuenta un deseo psicológico de los individuos –que ciertamente existe, pero que resulta jurídicamente accidental–, sino que interviene para regular y proteger una estructura antropológica objetiva”(2). En otras palabras, el derecho no regula sentimientos. Sin embargo, cuando se tiende a disociar la vivencia de la realidad matrimonial y la legalidad, se pueden generar apreciaciones distorsionadas del matrimonio que, “induce a pensar que casarse es ajustar la historia sentimental a los papeles”(3).
Entonces, desde esta perspectiva, mantener la estructura y configuración jurídica del matrimonio (como lo ha hecho el TC), no responde a una acción arbitraria y discriminatoria, tampoco supone privar a las personas homosexuales de una institución jurídica indispensable para su completo desarrollo (es posible atender situaciones concretas de indefensión, con normas concretas). Se trata más bien de proteger una institución jurídico-social cuya importancia y vigencia se encuentra directamente relacionada con la continuidad y estabilidad de la estructura social, que no se producirían con otro tipo de relaciones afectivas (la convivencia entre personas del mismo sexo es una situación objetivamente distinta y produce efectos distintos al matrimonio).
La pretensión de introducir el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo en nuestro país, es únicamente la expresión de la tendencia advertida en los sistemas jurídicos occidentales que afrontan un proceso de subjetivización del matrimonio y la familia. Parece ser un hecho (un lamentable hecho), que la sociedad viene dejando de contemplar a estas instituciones como naturales y objetivas (manifestación de la naturaleza humana, no diseñada ni creada por el Estado), para dejarlas, progresivamente sometidos a la voluntad humana, tanto individual como social, convirtiéndolas en construcciones exclusivamente culturales, sobre las cuales se asume la potestad de darles el contenido, el significado y la reglamentación que estimen pertinentes. Si todo es matrimonio, luego nada es matrimonio.
El matrimonio es una institución natural y su reconocimiento como tal en el plano constitucional, implica una garantía y un límite normativo, de tal manera que ni el poder legislativo ni el poder judicial tienen prerrogativa para modificar su contenido esencial o, lo que puede ser peor, vaciarlo de ese contenido. En este contexto, la ciudadanía puede reclamar de sus autoridades, el sometimiento al mandato constitucional para procurar que el matrimonio, como institución jurídica, no se vea afectado –ni en forma, ni en contenido– por pretensiones que, incluso bajo una legítima defensa de intereses particulares, buscan desnaturalizar o socavar los fundamentos sobre los cuales se erige.
1 Durán Rivacoba, R. (2007). “El matrimonio y las uniones homosexuales ante el principio de no discriminación (aporía jurídica española)” en La familia: naturaleza y régimen jurídico en el siglo XXI. Chiclayo, Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo pp. 75-100, p. 78
2 D´Agostino, F. (1991). Elementos para una filosofía de la familia, Madrid, Rialp, p. 136.
3 Blanco, M. (2007). “Sobre el Matrimonio y su naturaleza jurídica”, En: La familia…, p. 41
Fuente: El montonero